La vida
es un viaje, eso es bien conocido.
Todos nacemos con una pequeña e invisible
mochila a nuestras espaldas que comienza a llenarse en cuanto salimos del
acogedor útero materno. Al principio se llena de nuevas sensaciones, de
caricias, de abrazos, de besos, y quizá de algún pequeño pero emocionante susto
al oír un ruido por primera vez o sentir unas manos un poco frías en nuestra
sensible piel. Nuestros padres, abuelos
y familiares nos ayudan a ir llenando la talega, nos enseñan a doblar,
empaquetar y prácticamente nos la llenan ellos.
Pero pronto comienza a llenarse también de
momentos desagradables, como las primeras vacunas, los cólicos, la sensación de
despertarse a oscuras en un lugar que no conocemos…
Los primeros años de nuestra vida aprendemos
a cargar con nuestra mochila, a acomodárnosla y solemos tenerla siempre
abierta, deseosos de llenarla cuanto antes. Todo entra, lo bueno y lo malo, los
primeros amores, los primeros desengaños, las broncas de nuestros padres, la
felicidad de realizar travesuras con nuestros amigos, los golpes, las caídas,
los cumpleaños, los caramelos. Infinitas sensaciones que se van colando en
nuestra bolsa. Y nos alegramos, porque nos damos cuenta de que cuanto más pesa,
más fuertes nos hacemos, más duros, más recios.
Después notamos que para seguir llenando el zurrón
hay que saber hacer hueco. Es cuando aprendemos a discernir lo que nos interesa
meter y lo que no, y también lo que queremos sacar de ella y olvidar. Gente que
no nos aporta las sensaciones que queremos, asignaturas que odiamos, quizás
tonteos con sustancia que nos pueden hacer más daño que beneficio… aprendemos a
quedarnos con lo que realmente nos interesa… aunque quizás confundamos lo que
realmente necesitamos con aquello que queremos.
Pero a veces, sin darnos cuenta, se nos van
introduciendo pequeños pesos, pequeñas piedras que la vida nos va poniendo en
el camino y que precisamente por ser minúsculas, y pesadas, se cuelan hasta el
fondo del petate y se pierden entre el resto de los objetos.
Y según avanza nuestra vida nos damos cuenta
de que el morral comienza a pesarnos cuando se nos presentan desniveles, y, por
desgracia, la vida está repleta de baches y cuestas y nos convertimos en
Sísifo, obligados a subir pero incapaces de llegar nunca a la cima de la
montaña.
Es en este momento cuando comenzamos a buscar
esos plomos que llevamos en la bolsa, pero, bien porque están muy profundos, o
bien porque no sabemos distinguir lo que realmente nos sobra, se nos hace
difícil deshacernos de ellos.
Y es difícil porque, sin darnos cuenta, estos
pesos se han entremezclado con aquello que creemos nuestras fortalezas, aquello
que se nos ha asegurado que debemos guardar. Estudios, experiencias laborales,
decisiones, decisiones, decisiones… Llega en un momento en el que es la mochila
la que te arrastra a ti y no tú el que la llevas.
Saber distinguir entre lo que te arrastra y
lo que te apoya se convierte en una tarea hercúlea, porque te das cuenta de que
corres el peligro de no saber quién eres y sentirte perdido si abandonas lo que
crees que es tu yo interior.
Y es que realmente toda la maleta eres tú.
Debes comprender que deshacerte de aquello que te arrastra significará
irremediablemente deshacerte también de aquello que crees que eres. Es decir,
que dejarás de ser tú.
A veces eso es lo que hace falta, dejar de
ser tú mismo para convertirte en lo que necesitas ser.
Mirar a tu alrededor y ver como hay cierta
gente que lo ha conseguido, y otra que lucha por ello te hace pensar en el
cambio, pero cuando las piedras están arraigadas en tu espalda y piensas que al
arrancarlas se llevarán consigo tu médula, y el sufrimiento y el dolor que ello
comportará, ves imposible el cambio.
Pasos de bebé, dirán algunos, ve soltando
peso poco a poco. Crea un nuevo YO mientras te deshaces del antiguo.
Y yo me pregunto, ¿Quién soy? ¿Cuáles son mis
piedras y cuáles mis apoyos? ¿Qué es lo que realmente necesito y me aporta?
Rebuscando en mi alforja. ¡ay, la vida!.